Concibo la terapia como un espacio de acompañamiento y cambio, en el que los chicos y chicas pueden sentirse escuchados y comprendidos, y donde los progenitores tienen también un papel activo en el proceso. El trabajo no se limita a lo que ocurre en sesión, sino que se construye junto con las familias, siempre adaptado a cada situación y etapa evolutiva.
La adolescencia es un momento especialmente intenso. Es una etapa de transición, de búsqueda de identidad, de cambios emocionales y físicos, y a menudo de conflicto con el entorno. Es frecuente que aparezcan problemas relacionados con el estado de ánimo, la ansiedad, la autoestima, la conducta, el uso de redes sociales o la relación con los demás. También hay jóvenes con altas capacidades que, pese a su potencial, pueden sentirse desajustados o con dificultades para encajar.
En todos los casos, la terapia busca ofrecerles un espacio propio, donde puedan hablar sin juicio, conocerse mejor, entender qué les está pasando y desarrollar herramientas que les ayuden a sentirse más seguros y equilibrados.
Cuando se considera necesario y siempre con el consentimiento de la familia, existe la posibilidad de coordinar con los centros educativos u otros profesionales que estén interviniendo en la vida del menor (orientadores, logopedas, médicos, etc.). Esta coordinación permite que el trabajo terapéutico se integre en su realidad cotidiana y que todos los adultos implicados podamos remar en la misma dirección.
Cada proceso es único. Lo importante es poder ofrecer a los chicos y chicas un lugar donde se sientan respetados, acompañados y con recursos para afrontar sus dificultades. Porque también ellos merecen tener su espacio para crecer, entenderse y construirse.